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El Altiplano Collavino
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El Altiplano Collavino

Escribe: Hernán Amat Olazábal

Las Cordilleras Oriental y Occidental de los Andes Meridionales forman el Altiplano y enmarcan al majestuoso lago Titicaca, alimentado por tres grandes ríos y más de cincuenta riachuelos. Los Andes fatigados por su grandeza y de su altivo hieratismo, descansan el orgullo de sus alturas, y se extiende en medio de los macizos cordilleranos, esa inmensa y mágica llanura que se conoce con el nombre de la altiplanicie del Collao, como unidad geográfica, ecológica y cultural que, por lamentables intereses políticos, en el siglo XIX se dividió en dos segmentos artificiales, que son los que hoy separan al Perú y a Bolivia.
El Altiplano no sólo constituye una unidad geográfica, ecológica y cultural, sino también configura una parcela espiritual del alma collavina, heredera de ricas tradiciones milenarias legadas por las formaciones sociales de Qaluyo, Pucará, Tiwanaku, Lupaca, Colla, Umasuyo, Pacajes, Carangas y Charcas. Allí se puede encontrar esculpido el escenario de una faz de poliedro psicológico del rosario de aldeas, pueblos y ciudades, que emergen diseminados en ese vasto territorio altoandino que parece alcanzar al cielo.


Conmovedora Grandeza
La emoción estética de la altiplanicie encuentra su signo en la inquietud. El altiplano nos vislumbra una ansiedad de infinito, y su inabarcable horizonte, es de una grandeza que sobrecoge, que estremece el corazón al conjuro de una sublimidad intensamente diáfana. A este cúmulo de sensaciones indescriptibles, sucede la paz, que llega por las innumerables rutas del sosiego y la esperanza.
El Altiplano sólo tiene su equivalencia emocional en las bellas melodías compuestas y dulcemente interpretadas por sus habitantes de todas las sangres. El Altiplano es la estatua del lago Titicaca en plena tempestad, donde se reflejan todos los colores y todos los matices, donde se escuchan todos los sonidos y todos los ruidos. Evocado como el Lago Sagrado de los Incas, el Titicaca es hijo de un antiguo mar, conserva el sello atávico a través del tiempo y del espacio; el mito nos habla que de una de sus islas emergió la pareja fundadora y civilizadora de Manco Cápac y Mama Ocllo.
Por ello, ante la extensión henchida de la plenitud deslumbrante y diáfana del infinito que ofrece el altiplano, ante esa llanura dorada de ichu y pletórica de vida, el espíritu se siente poseído del vértigo de lo grandioso y de lo inconmensurable. Si somos bebedores de ese mágico licor del ensueño que se llama infinito, el altiplano del Collao nos embriagará y la naturaleza nos brindará la sensación dramática de su poder panteísta.

Cielo hermoso y fascinante
El Sol es el eterno decorador del bello paisaje andino, y en su fecundidad cósmica, de constante deslumbramiento pictórico, la luz realiza los milagros de los tarpuntaes, que son sus representantes y oficiantes en la Tierra. Los amaneceres de la altiplanicie collavina son un hechizo de la naturaleza. Se levanta suave y lento el terciopelo de la noche y desciende de la escalinata de las nubes, hacia el horizonte diáfano, el cortejo triunfal de la luz envuelta en centellas de topacio y zafiro.
Ese violeta encendido de las auroras que tiñe el paisaje de una quietud cromática, y hasta una luminosidad enternecedora, pronto se diluye en la opalina transparencia de un nuevo día proyectando la fiesta dorada del punchao o la aurora, que es una sinfonía de la luz polarizada al rojo por los prismas que penden del candelabro de los siete brazos del sol. A la hora meridiana, el Sol, vertical e implacable, es un dardo de oro que se proyecta a través de la concavidad del cielo sobre la altiplanicie, y al esparcir su semilla de luz va dorando el paisaje, sus microambientes y sus habitantes, con la química ultravioleta de sus rayos.
Esta orgía de luz en el altiplano adquiere su serena plenitud en la coronación cenital del Sol. Una atmósfera de cristal, finamente traslúcida, y cuya pureza hecha de diafanidades, volatiliza un polvo de diamantes, sostiene el azul índigo de un cielo empavesado de irisaciones aceradas. En los atardeceres altiplánicos, conjuga el Sol su verbo más espectacular y fastuoso. El horizonte incendiado de luz ensaya, en sus llamaradas de fuego, la danza alada de cuerpos evanescentes que, confundidos en el terciopelo rojo-naranja de sus vestiduras, esfuman en una atmósfera quimérica la visión de un suntuario encantamiento.
La roja tragedia de la tarde dibuja la pleamar de senos terrestres que se elevan o descienden, y se visualizan en una sucesión de planos, que, con su perspectiva, encuentran el fondo del horizonte preñado de celajes que encienden el cielo en mil pedazos.
Las noches de la meseta del Titicaca fascinan por la hermosura del cielo, sobre todo en las jornadas invernales, en que la inmensidad del firmamento está ornamentada por la belleza de las estrellas que arden con la alegre vivacidad de sus reflejos, y las misteriosas constelaciones que cristalizan en su geometría la milenaria química de la eternidad que los Incas y sus predecesores contemplaron absortos.
Nuestros antepasados vieron en ese cielo las imágenes de la llama, de la perdiz, del zorro. Warawara llamaron a la Vía Láctea y la imaginaron como un inmenso río en cuyas riberas habitaban los muertos, cuyas almas (ajayus) eran guiadas por un perro hacia la eternidad. Warawara fue un nombre surgido de la admiración religiosa, en la que la constelación de la Llama protegía a los pastores y multiplicaba los hatos de camélidos, renovando la alegría de las gentes. La Luna (Pajsi), sinónimo de mes, era la diosa que regía el calendario agrícola y adquirió un maravilloso prestigio poético y romántico. Se hallaba fuertemente ligada a los destinos de la mujer. Los aimaras y los quechuas encontraron en el Cosmos el fiel reflejo de la vida terrestre.

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Tierra de contrastes
La sabana de la meseta del Altiplano, como un inmenso estrato de ámbar, sepulta en su sorprendente espectáculo toda la gracia, y también todo el esfuerzo imaginativo que otorga la sensación de su magnificencia imponderable.
Ascendiendo sobre la meseta, allá, arriba, donde pareciera confundirse la Tierra con el cielo, sin llegar aún a las alturas níveas de los Andes, a los 4000 metros sobre el nivel del mar, se extiende el yermo andino, donde sólo se perciben los queñuales y lampayas, el icho y la yareta; y donde la tierra, confundida con los roquedales, da la vida a las alpacas y vicuñas, a las vizcachas y aves adaptadas a esas gélidas alturas. Este yermo adusto y hostil, en su laboratorio interior, cobija también a la chinchilla, que abriga su cuerpo de roedor con la piel joyante que realza la belleza de mujeres hermosas de todas las latitudes.
La cima colosal del altiplano domina la profundidad de las riberas del lago Titicaca, como un balcón ciclópeo construido en las edades prehistóricas para sostener la bóveda del cielo. La pupila enderezada, desde la pendiente abismal de este balcón gigantesco, tropieza al frente con la visión de los picachos como el Ananea y el Palomani, que se precipitan del cielo en un torrente de nieve que luego se cristaliza en blanca eternidad.
Trasmontando esos macizos, que son obeliscos enormes de luz y de color, se extiende la selva alta de Tambopata, la tierra de colores agrarios, de un arcaísmo precioso, brillante de verdor, matizado por la vegetación boscosa y que ofrece la primicia de los árboles frutales y de sus matas fértiles. Al otro lado, en el altiplano, contraste enorme, la tierra áspera, las casas pegadas al suelo, cuyos habitantes muestran las mejillas endurecidas y resquebrajadas por el frío, el viento y el sol quemante; en las quebradas trisca, un rebaño de ovejas que disfruta de la paz andina alegrada por la cebada y el pasto.
Desde las colinas de pendientes suaves que miran al lago Sagrado, se extiende hacia arriba una escalinata de matices y colores, y la magia del verdor se resuelve en una gama fantástica y magnífica. El verdor nutrido de las esencias más vitales se refleja en los ríos que alimental al lago y se difumina convirtiéndose más arriba en un verde esmeralda, jaspeado de irisaciones claras y pronto a transformarse en verde broncíneo, como el de las estatuas de Pucará y Tiwanaku.
Por último, el verde agoniza en el terciopelo de la cebada y en la flor de la papa y el olluco, para confundirse en el pastel ocre que busca la tierra áspera de la meseta y entrar en el reino del gris imperturbable y desolado. Ése es el retrato pálido del altiplano, la tierra que se añora, la tierra que ha forjado hombres de acero como Manco Inca, Vilca Apaza, Domingo Choquehuanca, Emilio Romero, José Antonio Encinas, Gamaliel Churata y tantos otros paradigmas de la peruanidad.

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